(…)Reímos, sí, pero, independientemente de mi ironía poco sutil, todavía ella no me respondió qué cosa va a hacer allá. Porque aunque parezca mentira, de ese detalle aún no conversamos, en el café conversamos con detenimiento solamente de su impulso, y de una lastimosa generalidad, pero noto, querida, que el verdadero viaje comenzará allá. De aquí, mal que mal, uno puede irse; todos disponemos de algún conocido con influencias que nos haga sacar el pasaporte, sin tantos filtros ni colas, y algún autito o cualquier otro fetiche de valor que pueda cubrir el costo de un pasaje, y algún pariente que, de últimas, se recibe de bondadoso y distrae unos dólares de su acentuada prosperidad, para regalarlos y hasta sin ostentación.
Sin embargo la cosa está afuera, la cosa es quizá la felicidad, la cosa está pobladísima de obstáculos y es una sortija que cientos, ¡qué cientos!, que miles de latinoamericanos pretenden conseguir, mientras dan vueltas y vueltas en el carroussel del exilio. La cosa está afuera, Samantha, y quizás uno se equivoca, y no se pretende tanto capturar la melodramática sortija del éxito, un (auto)exiliado tenso puede conformarse, tan solo, con estar en el carroussel, desear que no se detenga nunca. Rodolfo percibe que, acaso irresponsablemente, Samantha se va al tanteo, a ver qué pasa, y esa, su despreocupación, su inexistente noción de la seguridad, es lo que últimamente extraña.